domingo, 2 de junio de 2013

Un viaje a la ilusión

Indefenso, Concenso Senzameno, desconoce el idioma. Llega de Italia como la mayoría de los inmigrantes: para “hacerse la América”.
Un paisaje nuevo le da la bienvenida. Del puerto de Buenos Aires a trabajar de cualquier cosa a Laboulaye. El campo lo recibe con tareas duras, para las que no está preparado.
Años después se instala en Quilmes como zapatero remendón. Su oficio era hacer zapatos finos en Leonessa, provincia de Rietti, su pueblo natal, que deja para poder pagar la carrera a su hijo mayor, que deseaba ser sacerdote. Deja a su mujer y a sus tres hijos y parte con una ilusión: volver en poco tiempo. Logra que aquél, por quien lucha, se ordene. Sigue en su segunda patria, ya que muere su compañera.
Vive durante muchos años en una habitación de una casa grande, que divide en negocio y dormitorio. Al principio come en una fonda, cerca de la estación. Después se acostumbra a compartir los gastos de la casa.
Más tarde aprende a hacer de abuelo de una niña que perdió a su mamá. Es la mejor tarea que realiza. Brinda tanto amor a esa pequeña, como el que nunca pudo demostrar a sus hijos. Estos le escriben periódicamente. Al principio son largas cartas, llenas de detalles. Luego se vuelven parcos, lejanos. La ausencia de la madre se siente. También la del padre.
Trabaja con esmero. Su paseo dominguero es ir a jugar unos boletos al hipódromo: su único vicio. Lleva una suma fija, nunca más. A veces lo pierde en la primera carrera, el viaje es corto. Entonces vuelve y escucha los resultados por la radio. No .le preocupa lo perdido: es la cuota que paga por distraerse.
Pasó la guerra, de 1914, en el frente. Tiene un hombro vencido de cargar el Mauser. Cuenta anécdotas de las trincheras: como racionaban el chocolate, como ocultaban los cigarros, para no ser blanco de los disparos.
También narra en ese idioma tan pintoresco (la Castilla como lo llama) cuentos de su pueblo. La eterna pelea entre los curas y los socialistas, enemistad teatral muchas veces. Otros, de espíritus maléficos (en forma de lenguas de fuego) que habitaban casas donde sus moradores peleaban y gritaban dominados por ellos. Convencido él, de haberlos visto a través de las ventanas entreabiertas en noches oscuras y frías de invierno, en las que recorría el pueblo desierto envuelto en su capote negro. También convence a quienes lo escuchamos fascinados, en noches de recuerdos en la casa quilmeña.
Nació en 1889 y llegó al país en 1930, época muy triste en la Argentina y en el mundo. Fue difícil encontrar un lugar para vivir y trabajar, pero su fuerza de voluntad lo ayudó siempre.Trabajó duramente en ese banco de cuero, agachado tantas horas, mareado de tanto olor a cola y tintas. Medias suelas, tacos y punteras. Muchos clavos en la boca, para hacer más rápido. Lo acompañaba incondicionalmente esa niña sin abuelos. También algunos amigos del barrio.
Fueron cómicas las charlas con aquel gallego idóneo en farmacia. Nunca se entendían, hablaban a la vez sin aclarar nada. Largas conversaciones inútiles, de religión o de política. Amigos de verdad, siempre peleando.
Fue antiperonista, el Jefe de Manzana del barrio pintó las paredes de su negocio con brea, demostrando que conocía su ideología. En Italia, había sufrido la Purga, que aplicaban a los contrarios al Duce. Nunca dejó de decir lo que pensaba. Fue fiel a sus pensamientos.
Pasaron los años con pocos acontecimientos importantes. Pierde la ilusión de volver con dinero. Trabaja para sobrevivir. Sigue con sus costumbres. Se enferma varias veces. Los amigos lo cuidan con solidaridad y con cariño.
Tuvo un carácter extraño y reservado. Todo su amor lo dio a su nieta postiza, que ve en él a un héroe, un superhombre, que llegó de tan lejos, dejando sus afectos para dar una carrera a su hijo, viviendo solitario y melancólico.
Un día llega una carta donde el hijo, ya Obispo, le pide el regreso. Sus otros hijos insisten para convencerlo. Es una decisión difícil. Está acostumbrado a la vida que lleva, pero lo enorgullece que pidan su retorno. Dejará muchos afectos, muchos años compartidos, le cuesta tomar la decisión, pero la toma. 
Con sus ahorros saca el pasaje y recobra la ilusión de volver. Elige lo que llevará, vende lo que puede, lo demás lo regala o lo deja abandonado a su suerte en el cuarto donde vivió más de treinta años.
Metódicamente, como es su costumbre prepara todo. Le hacen despedidas. Lo acompañan al puerto. A bordo pasa los últimos instantes juntos los vecinos, los amigos y su familia adoptiva. Lentamente al alejarse el buque termina su estadía en esta tierra.
La nieta siente que se termina el mundo. No sabe que recién empieza a sufrir. Es sólo el principio, le tocarán otras pruebas en la vida, pero el ejemplo de éste hombre y el recuerdo de los momentos vividos junto a él, la ayudarán a salir airosa de todas esas difíciles circunstancias que deberá atravesar. 
Con la sirena del Provence, Senzameno vuelve a su patria, llevando en sus maletas pobres y viejas herramientas, pero dejando aquí un recuerdo imborrable en todos los que lo conocieron.